domingo, 9 de junio de 2013

La escritura y yo





Nota: esta redacción fue uno de los trabajos del curso que hice con Eloy Tizón en Hotel Kafka en 2007 y que no recordaba haber escrito. Me ha gustado reencontrarme con ello.


                                                  COLECCIÓN DE MOMENTOS

Me gusta escribir en cuadernos pequeños que no ocupen mucho espacio en el bolso. Las hojas tienen que ser blancas, como mucho beige, sin rayas ni cuadrículas. Siempre a lápiz, tal y como lo hacía a los cuatro años en las libretas Rubio. Los lápices son perfectos para los primeros bocetos. No conllevan la permanencia del bolígrafo, el rotulador o la pluma. Necesito las gomas de borrar, a ser posible Milán, que dejan menos marca. Así puedo reescribir sin ensuciar, eliminar lo que no me sirve sin empañar el resto. Odio los tachones, delatores de incertidumbre y equívocos. Aun así a veces no me queda más remedio que usarlos. Las frases que me molestan en una historia son como las personas que me han decepcionado, prefiero descartarlas para siempre. Es complicado este desprendimiento. Porque, al igual que los tachones acaparan la atención en el papel, hay momentos que se agazapan muy adentro y se empeñan en sorprenderte a las cuatro de la mañana en plena fase REM.

Escribir, en cierto modo, forma parte de ese proceso de desprendimiento. Cada palabra en el papel aligera el peso de la tristeza, te hace inmune al desengaño, te alivia del insomnio y las pesadillas. Al mismo tiempo escribir es una carga pesada, una hoja en blanco que se te echa encima y te aplasta, el desasosiego permanente, la inspiración que se ríe en tu cara y se va con otro, dejándote desolado en medio de una noche donde el viento frío se escucha detrás de la ventana.

Me recuerdo cuando era niña inventándome a mí misma por las mañanas. Mi rutina tenía un tono entre el gris y el amarillo, como le ocurre al cielo de la ciudad donde nací cuando amenaza la gota fría. Era tan aburrido ser yo, que imaginaba otras niñas para ser, y jugaba a vivir su vida, me trasladaba a los mundos maravillosos de los cuentos que devoraba en cualquier rincón,  atravesaba el espejo que había frente a mi cama, conocía a seres de lo más estrambótico y divertido y me sucedían todo tipo de aventuras imaginables. En aquella época escribía sólo en mi mente. Pocas veces me atreví a dejar testimonio de mis fantasías, a excepción de las redacciones del colegio.

Con los años me llegó mi primer arrebato de poeta adolescente. La rabia que sentí aquel día al  darme cuenta de que el amor no es eterno, de que las promesas de los demás se pueden incumplir, de que no iba a poder soportar tanto vacío. Las manos se deslizaban sin control por el cuaderno. Era como si vomitase cada palabra, la garganta me dolía, sentía una enorme angustia, que me impedía cualquier otra tarea diferente a la escritura.

Desde entonces siento la necesidad de escribir. Es algo que sé que tengo que hacer. Voy en busca de palabras capaces de expresar lo que me pasa por dentro, como una forma de sacar algo bueno de lo que me disgusta, de gritar, de hacerme fuerte, de embellecer lo cotidiano.

Aunque en realidad, más que ir detrás de las palabras, tengo que reconocer que la pereza me obliga a quedarme esperando a que esas palabras me encuentren a mí. A que se me aparezcan en cualquier parte. En las conversaciones de los desconocidos, en las miradas perdidas de la gente a las ocho de la mañana del lunes, en el movimiento del tren cuando me regreso a casa, en las ciudades que nunca he visitado.

Cada vez que un trozo de historia me viene a la mente, la reflejo en alguna de las múltiples libretas que me acompañan. La mayoría se quedan en nada, en piezas sin encajar, en lo que pudo ser y nunca será. Las otras son casi siempre poemas, escritos a mano de un tirón y después meditados, corregidos y mejorados en una pantalla de ordenador.

Me gusta lo breve y misterioso, el decir sin desvelar, la ambigüedad de la poesía. Me alucina la musicalidad de las palabras, la multiplicidad de significados encerrados en los versos, las imágenes inesperadas, la experimentación, la capacidad de condensación de la buena poesía. Ese es mi destino y mi lenguaje, hacia el que aspiro y en el que ando metida hasta los huesos, al que no soy capaz de renunciar cuando emborrono cuadernos y servilletas. El que intento trasladar a todas las historias que me salen y el culpable de que gaste tantas gomas de borrar hasta que decido colocar el punto y final.





6 comentarios:

  1. Precioso texto. Escribir. Y también leer. A mi también me encantan y me llenan las dos cosas.

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    1. Muchas gracias.

      Sé que te gustan ambas cosas sin que lo digas pues se te nota ;-) Además eres también periodista como yo.

      Un besote

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  2. Me encanta escribir, desde niña, lo hacia en casi cualquier parte pero cada vez me gusta más leerte a tí.

    Un besazo!!

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    1. Qué bonito Anita lo que me dices ;-) Muchas gracias

      A mí me encanta leerte a ti también y, como le he dicho a Anna, se te nota que te gusta escribir por cómo lo haces en tu blog, con mimo y cuidado.

      Muaks!

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  3. Me encanta Bego.
    Para ti tengo un premio. Pásate a recogerlo por mi blog:
    http://elnidodedario.blogspot.com.es/2013/06/un-nuevo-premio-perdon-dos.html
    Un abrazo

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  4. O_o me ha gustado mucho leerte en estos minutos. Compartimos la afición por la escritura, aunque tú lo expresas maravillosamente bien.

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Me encanta que leas mi blog y si encima vas y me dejas un pequeño comentario me haces la mar de feliz ¡Mil gracias!