Nota: esta redacción fue uno de los trabajos del curso que hice con Eloy Tizón en Hotel Kafka en 2007 y que no recordaba haber escrito. Me ha gustado reencontrarme con ello.
COLECCIÓN DE MOMENTOS
Me
gusta escribir en cuadernos pequeños que no ocupen mucho espacio en el bolso.
Las hojas tienen que ser blancas, como mucho beige, sin rayas ni cuadrículas. Siempre
a lápiz, tal y como lo hacía a los cuatro años en las libretas Rubio. Los
lápices son perfectos para los primeros bocetos. No conllevan la permanencia
del bolígrafo, el rotulador o la pluma. Necesito las gomas de borrar, a ser
posible Milán, que dejan menos marca. Así puedo reescribir sin ensuciar,
eliminar lo que no me sirve sin empañar el resto. Odio los tachones, delatores
de incertidumbre y equívocos. Aun así a veces no me queda más remedio que
usarlos. Las frases que me molestan en una historia son como las personas que
me han decepcionado, prefiero descartarlas para siempre. Es complicado este
desprendimiento. Porque, al igual que los tachones acaparan la atención en el
papel, hay momentos que se agazapan muy adentro y se empeñan en sorprenderte a
las cuatro de la mañana en plena fase REM.
Escribir,
en cierto modo, forma parte de ese proceso de desprendimiento. Cada palabra en
el papel aligera el peso de la tristeza, te hace inmune al desengaño, te alivia
del insomnio y las pesadillas. Al mismo tiempo escribir es una carga pesada,
una hoja en blanco que se te echa encima y te aplasta, el desasosiego
permanente, la inspiración que se ríe en tu cara y se va con otro, dejándote
desolado en medio de una noche donde el viento frío se escucha detrás de la
ventana.
Me
recuerdo cuando era niña inventándome a mí misma por las mañanas. Mi rutina
tenía un tono entre el gris y el amarillo, como le ocurre al cielo de la ciudad
donde nací cuando amenaza la gota fría. Era tan aburrido ser yo, que imaginaba
otras niñas para ser, y jugaba a vivir su vida, me trasladaba a los mundos maravillosos
de los cuentos que devoraba en cualquier rincón, atravesaba el espejo que había frente a mi
cama, conocía a seres de lo más estrambótico y divertido y me sucedían todo
tipo de aventuras imaginables. En aquella época escribía sólo en mi mente.
Pocas veces me atreví a dejar testimonio de mis fantasías, a excepción de las
redacciones del colegio.
Con los
años me llegó mi primer arrebato de poeta adolescente. La rabia que sentí aquel
día al darme cuenta de que el amor no es
eterno, de que las promesas de los demás se pueden incumplir, de que no iba a
poder soportar tanto vacío. Las manos se deslizaban sin control por el
cuaderno. Era como si vomitase cada palabra, la garganta me dolía, sentía una
enorme angustia, que me impedía cualquier otra tarea diferente a la escritura.
Desde
entonces siento la necesidad de escribir. Es algo que sé que tengo que hacer. Voy
en busca de palabras capaces de expresar lo que me pasa por dentro, como una
forma de sacar algo bueno de lo que me disgusta, de gritar, de hacerme fuerte,
de embellecer lo cotidiano.
Aunque
en realidad, más que ir detrás de las palabras, tengo que reconocer que la
pereza me obliga a quedarme esperando a que esas palabras me encuentren a mí. A
que se me aparezcan en cualquier parte. En las conversaciones de los
desconocidos, en las miradas perdidas de la gente a las ocho de la mañana del
lunes, en el movimiento del tren cuando me regreso a casa, en las ciudades que
nunca he visitado.
Cada
vez que un trozo de historia me viene a la mente, la reflejo en alguna de las
múltiples libretas que me acompañan. La mayoría se quedan en nada, en piezas
sin encajar, en lo que pudo ser y nunca será. Las otras son casi siempre
poemas, escritos a mano de un tirón y después meditados, corregidos y mejorados
en una pantalla de ordenador.
Me
gusta lo breve y misterioso, el decir sin desvelar, la ambigüedad de la poesía.
Me alucina la musicalidad de las palabras, la multiplicidad de significados
encerrados en los versos, las imágenes inesperadas, la experimentación, la
capacidad de condensación de la buena poesía. Ese es mi destino y mi lenguaje, hacia
el que aspiro y en el que ando metida hasta los huesos, al que no soy capaz de
renunciar cuando emborrono cuadernos y servilletas. El que intento trasladar a
todas las historias que me salen y el culpable de que gaste tantas gomas de
borrar hasta que decido colocar el punto y final.
Precioso texto. Escribir. Y también leer. A mi también me encantan y me llenan las dos cosas.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarSé que te gustan ambas cosas sin que lo digas pues se te nota ;-) Además eres también periodista como yo.
Un besote
Me encanta escribir, desde niña, lo hacia en casi cualquier parte pero cada vez me gusta más leerte a tí.
ResponderEliminarUn besazo!!
Qué bonito Anita lo que me dices ;-) Muchas gracias
EliminarA mí me encanta leerte a ti también y, como le he dicho a Anna, se te nota que te gusta escribir por cómo lo haces en tu blog, con mimo y cuidado.
Muaks!
Me encanta Bego.
ResponderEliminarPara ti tengo un premio. Pásate a recogerlo por mi blog:
http://elnidodedario.blogspot.com.es/2013/06/un-nuevo-premio-perdon-dos.html
Un abrazo
O_o me ha gustado mucho leerte en estos minutos. Compartimos la afición por la escritura, aunque tú lo expresas maravillosamente bien.
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