lunes, 31 de agosto de 2015

Cosas que me pasan cuando no duermo


Estás muy cansada. Sientes que tu cuerpo no da más de sí. Los ojos te pesan y los imaginas rojos y con ojeras moradas. Sin embargo tu mente...esa sigue ahí, dale que te pego, sin parar ni medio segundo. Por más que intentas rendirte en los brazos de Morfeo y sentir la felicidad del sueño que llega...maldita sea, el sueño no llega y no llega y no llega.

Entonces te da por pensar cosas terribles. Como que el mundo está lleno de infelicidad por todas partes, noticias tristes de gentes que mueren huyendo de la guerra en una apestosa bodega de barco o en un camión dirigido por hijos de su padre, que no les importa comerciar con la esperanza de quienes nada tienen, ni siquiera ya eso tienen. 

Otros que mueren porque les caen puñeteras ramas de árbol mientras ven jugar a sus hijos una tarde cualquiera. O porque una jodida enfermedad se cuela en sus vidas porque sí.

O de sinvergüenzas sin miramientos que sólo piensan en sí mismos cuando hacen política, o de gente maja, y no tanto, que ven como su casa se la queda el banco o tienen que hacer cola en Cáritas para poder alimentar a su familia.

Sí, no me da por pensar en cosas bonitas de la vida. Esas que solemos subir a las redes y compartir con el prójimo con la esperanza de un like. Será que soy algo agonías. Será que por eso no puedo dormir.

Las imágenes de la actualidad más inquietante, en medio de la noche cerrada y silenciosa, me hacen temer lo peor.  Imagino tragedias de todo tipo que me niego a reproducir aquí por aquello del "si aca".

Para huir de estos funestos pensamientos, cambio de canal y me voy al de las tareas pendientes. Mañana he de llamar por tercera vez a los de la tele, que se rompió hace un mes y nada, nadie parece querer venir a arreglarla. Y buscar a alguien que me ayude en casa, pues mi marido y yo ya no damos abasto. Y poner la lavadora sin falta, dos veces si puede ser. Y no olvidarme de coger la fruta para media mañana. Qué bien que me han quedado todas las cajas que he comprado esta mañana en Ikea. La casa parece un pelín más ordenada. Pero claro, tengo que pintar, y cambiar el suelo, y poner cortinas en mi cuarto y arreglar la puerta del lavadero. Por cierto, que mañana me toca ir a la farmacia a recoger aquello que dejé encargado.

Enciendo la luz y me marcho al salón. Me pongo a leer uno de los numerosos libros que conviven en mi mesilla de noche. Los ojos cada vez se me abren más en lugar de hacer lo contrario. Voy a la cocina y me tomo una pastilla de valeriana. De nuevo en el salón, hago la lista de la compra, y de la maleta que en tres día tendré de nuevo que llenar para un viaje de trabajo.

Me empiezo a poner muy nerviosa. Vuelvo al dormitorio y de camino miro a mis hijas que espero estén teniendo dulces sueños en ese momento. Mis hijas. Pronto empiezan el cole. De nuevo la maldita adaptación post-vacacional. Otra vez lo desconocido. El instituto para la mayor, lleno de incertidumbres. ¿Será un cambio tan drástico? ¿Cómo lo llevará ella? ¿Sabrá desenvolverse en este nuevo mundo? ¿Y mi pequeña? Comienza segundo de primaria, ¿se acordará de lo estudiado en primero? ¿Repetiremos profesora? Ojalá ocurriera un milagro. Por cierto que llamar al oftalmólogo.

El año va a ser duro, otra vez la rutina sin fin de colegio, trabajo, extraescolares, deberes, cenas, comidas...y entre tanto no te olvides de hacer deporte y comer sano, de arreglarte las uñas, el pelo, las cejas, las piernas...

Me incoporo de repente y apunto algo en un recibo del cajero:

"Pasta de dientes, leche y servilletas".






miércoles, 26 de agosto de 2015

La infancia



Cuando yo era pequeña los bocadillos de mortadela sabían a gloria bendita, con aquel pan de viena y ese tomatico restregao. Sabían a viernes de verano por la tarde, cuando nos dejaban salir a cenar a la fresca. Todos los niños en las escaleras que daban a los porches de las casas, sentados en hilera y hablando con la boca llena.

Las noches olían a los jazmines de la casa del maestro, un señor muy serio y muy culto que estaba casado con una maestra. Eran felices y tuvieron seis hijos. Eran los únicos con estudios en aquel micro vecindario de ocho viviendas, junto con el que luego sería mi profe de mates en BUP.

Cuatro casas a un lado, de dos plantas, otras cuatro casas enfrente, y en medio unos pocos metros cuadrados peatonales. Aunque de vez en cuando, un coche de gitanos pasaba por allí sin más, porque le apetecía, rugiendo el motor de forma feroz, mientras nosotros, los pequeños, corríamos a escondernos en los portales. Los mayores se enfadaban mucho.

La verdad es que fea no era Sabrina, las cosas como son

Un espacio donde jugábamos al pillao, el escondite, el cabreo, las Nancys, el pañuelo, el elástico, Los Ángeles de Charlie... Yo siempre era Sabrina, la más fea, porque mis primas eran muy mandonas y nunca me dejaban ser la guapa morena de pelo largo. Mis tíos y mis primos vivían en una punta de la calle y nosotros en la otra. Mi tía murió muy joven. Un cáncer de mama se la llevó por delante con apenas 33 años, dejando tres hijos de 11, 8 y 6 años. Era hermana de mi padre. Me enteré de todo con 8 años, en una tienda de refrescos en la playa de Los Alcázares, donde pasaba unas semanas con mis abuelos, porque dejamos a deber un envase de cerveza y, cuando fui a pagarlo, la tendera reconoció el apellido de mi padre en la esquela. Los abuelos paternos de mis primos se mudaron a vivir con ellos. Y su vida cambió para siempre. La mía quedó marcada por ese recuerdo de la tienda de refrescos, la tendera y las lágrimas.

Los gitanos vivían junto a nosotros porque un alcalde de la época los desalojó de no sé qué poblado y los llevó a nuestro barrio, supongo que para que convivieran con los payos. ¡Me pegaban cada susto! Venían detrás de mí corriendo diciendo cosas terribles, hasta que lograba que mi madre abriera la puerta de atrás (la de delante sólo se abría en ocasiones especiales) y entraba despavorida en casa. Ellos se reían.

Cuando yo era niña sólo había un tipo de patatas en el supermercado y los helados no se vendían por cajas. Cuando mi madre estaba de buen humor, nos compraba monas rellenas de barra de turrón helado de la panadería de Adolfo. En invierno me dejaba gastarme 25 pesetas (¿o eran 15?) en un donut o similar cuando iba a hacer los recados.

Íbamos andando al colegio que estaba a un kilómetro de casa y volvíamos igual. Sin padres, ni abuelos, ni cuidadoras de otros países. No había juegos ni tiempo compartido con papá y mamá, más allá del tiempo de la comida y la cena, que eran sagrados. Los deberes los hacíamos en soledad o en academias, con profesor particular si suspendías alguna. Las madres no daban abrazos y los padres no te contaban cuentos antes de dormir. Pero sí te daban un beso de buenas noches.

Cuando yo iba al cole, y aún no habíamos entrado en la UE, sólo había dibujos los sábados y domingos de 15:30 a 16:00 y, de vez en cuando, daban unos pocos sueltos entre programa y programa. Mis favoritos eran los de Super Ratón. Los viernes de invierno veíamos el Un, dos, tres en familia comiendo pipas.

Mi abuela llamaba por teléfono todos los sábados y a mí me encantaba cogerlo, ese góndola rojo del salón, y escuchar "hola preciosa", las dos mejores palabras de la semana.

Y entonces mi madre me acompañaba a mitad de camino de su casa, y ella, mi abuelica querida, salía a buscarme, y yo iba con ella a pasar el día, a veces todo el fin de semana. Y jugaba a mil cosas con mi prima, o no jugaba a nada porque tenía un libro o un tebeo super interesante entre manos. Cortaba el pelo a mis muñecas. Escuchaba cuentos en el viejo radio casette, siempre los mismos, una y otra vez. Desayunaba torrás hechas en la lumbre, con aceite y azúcar, tortas fritas o buñuelos. Siempre comía patatas fritas.



Y esa bolsa de gusanitos Risi, de a duro, guardada en un cajón del aparador del salón, que siempre crujía al abrirlo, comprada cada semana sin falta, una para cada uno de sus nietos, en la tienda de ultramarinos de toda la vida, la tienda de Emilio, que Dios tenga en su seno.






domingo, 23 de agosto de 2015

Se acaban las vacaciones ¿y qué?


En unas horas estaré de nuevo haciendo la ruta que vengo haciendo (casi) todos los días para ir a la oficina desde hace cinco años. Mis vacaciones se darán oficialmente por acabadas.

Y no voy a gritar un NOOO como una casa. Ni a tirarme de los pelos. Ni a levantarme con cara de asesino a sueldo despotricando por las redes sociales. 

No pienso leer tampoco ningún artículo sobre cómo afrontar la rentrée, el síndrome postvacacional ni la vuelta al cole. No me da la gana oiga (el wasap que envié hace un rato a mis compis de curro explicándoles mi plan para huir mañana del planeta no cuenta, era simple postureo).

Este año la vuelta a la rutina no va a poder conmigo. 

Tengo planes para evitarlo. Por ejemplo, me voy a tomar la vuelta con mucha calma, no sólo mañana, primer día, sino toda la semana. Lo cual quiere decir que leeré los (¿300?) emails a mi ritmo y los contestaré a una velocidad incluso más lenta. Además repasaré todo mientras respiro lentamente y de paso, si puedo, me marco algún hipopresivo para ir recuperando la(s) forma(a) perdida(s). 

No pienso tomarme nada a la tremenda, por mucho retintín o malas formas que se pueda gastar la gente que SÍ esté de mal humor por haber vuelto de la playa. Al contrario, sonreiré y sacaré a relucir mi lado más zen, y de paso me levantaré a tomar el aire y/o un cafelito.

Me prepararé para conseguir este estado mental desde bien temprano, desayunando en casa tranquilamente mientras leo la prensa. Y después poniendo a tope mi lista de favoritos de Spotify en el coche.

Con calma, me tomaré una horita para repasar o quizá, recordar, todo aquello que tenía entre manos antes de marcharme tres semanas. Probablemente no haya ocurrido nada grave ni que haya requerido mi atención inmediata. Al menos eso espero, porque el móvil de la empresa se apagó (sin querer) hace 21 días y nada, ahí sigue, fundido a negro. 

Hablaré con mi jefe para pasar revista a temas de interés, que serán, eso espero también, sobre las vacaciones y poco más, porque mi empanamiento mental mañana lunes va a ser de órdago. No soy yo. En realidad son los relajantes musculares que este maldito lumbago me obliga a tomar.

A mediodía me bajaré al cutre-gim de la oficina, que es eso, cutre, pero apañao y, aunque mañana no habrá clases de nada porque en agosto se cierra el chiringuito, intentaré mover mi "lumbagoso" cuerpo en una de las elípticas o en la bici estática (todas estropeadas). Esto suena fatal pero a pesar de lo penoso del asunto, las endorfinas suben igual. Y no hay nada como que esas cosas suban para sobrellevar un lunes de agosto vuelta de vacaciones mientras tus amigos siguen mandando fotos ideales en Instagram de las suyas. Esto antes no pasaba. Tú volvías de casa de tus suegros en algun punto del litoral español y, aunque sabías que tus colegas seguían de vacaciones por África del Sur o las Islas nosecuantitos, no era hasta la vuelta, y sólo si conseguían engañarte para enseñarte las fotos, cuando te mordías las uñas. Instagram es un invento del diablo para fomentar las envidias entre la población mundial y llevarnos al caos absoluto.

Mañana vuelvo a la oficina, ¿y qué? No pasa nada de nada. Es más, lo chungo sería no tener oficina a la que volver. "Mamá, pues yo podría quedarme de vacaciones cinco años". No te digo yo que no. Lo mismo me aburrría un poco de tanto viaje, tanta playa, tanto cóctel con pajita. Me buscaría algo que hacer fijo, que al final sería un trabajo, con su rutina y todo. Manda narices.

Lo mejor no es mañana, sino todo lo que vendrá después. A mí no me mola hacer propósitos de año nuevo, en cambio sí pienso y expreso en voz alta mis deseos de 'curso nuevo'. Estoy hasta por tomarme las uvas (¿vale un vinito?) ahora mismo. Creo mucho más en que los años empiezan en septiembre (o finales de agosto) que en enero. Septiembre, con su fresquito por la ventana, la rebeca por las mañanas, el sol de mediodía que alegra sin quemar, las tardes aún largas. Enero es tan triste. ¿A quién se le ocurrió empezar el año un mes tan triste? El único día molón es el día 6.

Tengo ganas de empezar todos esos planes, de momento este finde ya los he puesto en práctica. Dedicar los sábados a ver alguna exposición o museo y los domingos a salir a hacer rutas por la sierra. Cultura y naturaleza. Me apetece mucho. Por supuesto todo ello mezclado con ver a los amigos, cuanto más mejor.

Otra cosa que quiero hacer es reservar una hora mínimo al día para escribir y una noche entera a la semana (entiéndase desde que acaba la cena hasta las doce de la noche).

Y como objetivo primero y principal, conseguir acompañar a mis hijas en este curso de la mejor manera posible. La mayor empieza el instituto, al que no temo pero respeto. La peque segundo de primaria. Si primero fue una odisea, imagino que segundo será por el estilo. Necesitan mucha dedicación, mucha escucha, mucho esfuerzo por parte de ellas y nuestra (su padre y yo). 

Todo ello teniendo como máxima esto que escuché anoche y que no se me va de la cabeza: Dejar ir (título de un libro que le regalaron a una amiga). Dejar ir lo que no me convence, lo que no me gusta, lo que me daña, lo que no me deja avanzar. Dejar ir pensamientos, resentimientos, prejuicios, sentimientos que no aportan, que no me sirven, que me oprimen. Dejar ir recuerdos, dejar ir cosas que imagino que sucederán, cosas que nunca haré ni seré. Y centrarme en lo que sí que soy.

Así que no puedo permitirme el lujo de entristecerme o estar de bajón por una simple vuelta de vacaciones.

Ni siquiera cuando cambien la hora, cosa mucho peor que cualquier síndrome postvacacional. 

¡Ánimo para todos! Feliz vuelta.


martes, 18 de agosto de 2015

Ese verano que pasa

Sin nada que hacer.

Me he levantado cuando mi cuerpo ha querido, despacio, sin mirar la hora. De mi cama, la de siempre, no la del hotel o la de la casa de mis padres o mi suegra.

He ido a la cocina y me he preparado un desayuno rico, con mi fruta y mi queso fresco recién comprado. Con café de mi cafetera. Mis niñas estaban ahí también, desayunando, tranquilas.

He mirado la prensa mientras comía las tostadas.

Y después...de repente tengo toda la mañana libre. No me lo creo.

Es mi tercera y última semana de vacaciones, aún me queda hasta el domingo de libertad provisional. Y es el primer día en todo este tiempo que por fin no tengo planes, no he quedado con nadie ni me espera un nuevo pueblo o ciudad por descubrir.

Eso me hace sentir bien.

No significa que lo que he hecho días atrás no me haya gustado. Esa visita fugaz a mi tierra para ver a la familia. El viaje tanto tiempo planificado para conocer, por fin, Girona y las maravillas que la rodean. El también efímero paso por Salou... Hemos visto tantas cosas bonitas, hemos caminado por calles de piedra por las que anduvieron ilustres personajes, o gentes no tan ilustres, de hace cientos de años. Hemos respirado el mar de la Costa Brava y degustado arroces y fideuás riquísimos. Y pan tumaca. Y helados que estaban de muerte. Nos hemos hecho fotos preciosas de la familia y otras que hemos subido a Instagram. Hemos visitado catedrales y templos diversos y pasado bajo multitud de arcos antiquísimos. Nos hemos quitado los zapatos para sentir la arena o las piedras de la playa. Hemos tomado cerveza en terrazas con fantásticas vistas. El paisaje desde el coche siempre ha sido emocionante de descubrir. Nos hemos reído, abrazado y besado todo lo posible. También ha habido alguna que otra trifulca infantil sin importancia. No todo va a ser perfecto. 

Sin embargo...ayer me sentí tan a gusto al volver a casa...ya sé que en breve volveré a la rutina del trabajo y luego a la de trabajo más colegio y que añoraré el estar lejos, el viajar, el huir de la normalidad de los días. El compartir tanto tiempo con mi familia, con ellas, verlas jugar y reír sin parar. Sin embargo... Hoy me siento bien al estar aquí. Será porque me quedan muchos días aún para que todo eso suceda.

Muchos días sin nada que hacer. Con todo el día por delante.