miércoles, 26 de agosto de 2015

La infancia



Cuando yo era pequeña los bocadillos de mortadela sabían a gloria bendita, con aquel pan de viena y ese tomatico restregao. Sabían a viernes de verano por la tarde, cuando nos dejaban salir a cenar a la fresca. Todos los niños en las escaleras que daban a los porches de las casas, sentados en hilera y hablando con la boca llena.

Las noches olían a los jazmines de la casa del maestro, un señor muy serio y muy culto que estaba casado con una maestra. Eran felices y tuvieron seis hijos. Eran los únicos con estudios en aquel micro vecindario de ocho viviendas, junto con el que luego sería mi profe de mates en BUP.

Cuatro casas a un lado, de dos plantas, otras cuatro casas enfrente, y en medio unos pocos metros cuadrados peatonales. Aunque de vez en cuando, un coche de gitanos pasaba por allí sin más, porque le apetecía, rugiendo el motor de forma feroz, mientras nosotros, los pequeños, corríamos a escondernos en los portales. Los mayores se enfadaban mucho.

La verdad es que fea no era Sabrina, las cosas como son

Un espacio donde jugábamos al pillao, el escondite, el cabreo, las Nancys, el pañuelo, el elástico, Los Ángeles de Charlie... Yo siempre era Sabrina, la más fea, porque mis primas eran muy mandonas y nunca me dejaban ser la guapa morena de pelo largo. Mis tíos y mis primos vivían en una punta de la calle y nosotros en la otra. Mi tía murió muy joven. Un cáncer de mama se la llevó por delante con apenas 33 años, dejando tres hijos de 11, 8 y 6 años. Era hermana de mi padre. Me enteré de todo con 8 años, en una tienda de refrescos en la playa de Los Alcázares, donde pasaba unas semanas con mis abuelos, porque dejamos a deber un envase de cerveza y, cuando fui a pagarlo, la tendera reconoció el apellido de mi padre en la esquela. Los abuelos paternos de mis primos se mudaron a vivir con ellos. Y su vida cambió para siempre. La mía quedó marcada por ese recuerdo de la tienda de refrescos, la tendera y las lágrimas.

Los gitanos vivían junto a nosotros porque un alcalde de la época los desalojó de no sé qué poblado y los llevó a nuestro barrio, supongo que para que convivieran con los payos. ¡Me pegaban cada susto! Venían detrás de mí corriendo diciendo cosas terribles, hasta que lograba que mi madre abriera la puerta de atrás (la de delante sólo se abría en ocasiones especiales) y entraba despavorida en casa. Ellos se reían.

Cuando yo era niña sólo había un tipo de patatas en el supermercado y los helados no se vendían por cajas. Cuando mi madre estaba de buen humor, nos compraba monas rellenas de barra de turrón helado de la panadería de Adolfo. En invierno me dejaba gastarme 25 pesetas (¿o eran 15?) en un donut o similar cuando iba a hacer los recados.

Íbamos andando al colegio que estaba a un kilómetro de casa y volvíamos igual. Sin padres, ni abuelos, ni cuidadoras de otros países. No había juegos ni tiempo compartido con papá y mamá, más allá del tiempo de la comida y la cena, que eran sagrados. Los deberes los hacíamos en soledad o en academias, con profesor particular si suspendías alguna. Las madres no daban abrazos y los padres no te contaban cuentos antes de dormir. Pero sí te daban un beso de buenas noches.

Cuando yo iba al cole, y aún no habíamos entrado en la UE, sólo había dibujos los sábados y domingos de 15:30 a 16:00 y, de vez en cuando, daban unos pocos sueltos entre programa y programa. Mis favoritos eran los de Super Ratón. Los viernes de invierno veíamos el Un, dos, tres en familia comiendo pipas.

Mi abuela llamaba por teléfono todos los sábados y a mí me encantaba cogerlo, ese góndola rojo del salón, y escuchar "hola preciosa", las dos mejores palabras de la semana.

Y entonces mi madre me acompañaba a mitad de camino de su casa, y ella, mi abuelica querida, salía a buscarme, y yo iba con ella a pasar el día, a veces todo el fin de semana. Y jugaba a mil cosas con mi prima, o no jugaba a nada porque tenía un libro o un tebeo super interesante entre manos. Cortaba el pelo a mis muñecas. Escuchaba cuentos en el viejo radio casette, siempre los mismos, una y otra vez. Desayunaba torrás hechas en la lumbre, con aceite y azúcar, tortas fritas o buñuelos. Siempre comía patatas fritas.



Y esa bolsa de gusanitos Risi, de a duro, guardada en un cajón del aparador del salón, que siempre crujía al abrirlo, comprada cada semana sin falta, una para cada uno de sus nietos, en la tienda de ultramarinos de toda la vida, la tienda de Emilio, que Dios tenga en su seno.






1 comentario:

  1. Ay, maja, me has transportado treinta y pico años atrás, uffff.
    Y vaya bien que escribes.
    un beso

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