lunes, 22 de junio de 2015

El hambre y la culpa


Se levanta y desayuna. Casi todos los dias lo mismo. Café con sacarina y tostadas con aceite de oliva. De momento vamos bien. El desayuno es sano y no engordará por ello.

Sobre las diez de la mañana se acerca a la cafetería de la oficina y se toma un cortado mientras mira con ojos golosos las delicias que le ponen delante de los ojos. Donuts, palmeras gigantes de chocolate, churros, cañas... Inmediatamente piensa: son pura grasa y calorías, son colesterol y azúcar. Veneno. Y dejan de apetecerle. 

Cuando sobre las once el hambre empieza a llamar a su estómago, come tortitas de maíz o cosas de ese tipo. Para comprarlas ha tenido que pasar por delante de toda clase de galletas hiper dulces, bollería industrial, bombones, empanadas, tartas, nutellas y todo eso que los que vamos a Mercadona sabemos que hay delante y a los lados de las tortitas de maíz. Mientras las coge de su estantería sonríe y se siente triunfante de no haber sucumbido a todas las tentaciones aledañas.

Los viernes se permite algún lujo, como tomar un mollete con jamón acompañando al cortado. Al fin y al cabo es viernes, y la vida siempre parece más bella y relajada los viernes. Aunque mentalmente no está del todo tranquila. ¿Cuántas calorías estará ingiriendo de más?

Mientras hace la lista de la compra semanal, se resiste a escribir las palabras malditas "arroz" o "pasta", incluso "lentejas". Ya ni te cuento sobre el tema salsas, fritos o postres que no lleven impresa la palabra desnatado. Hamburguesa es un sacrilegio. Pizza es un pecado mortal. 

Ya no recuerda cuando fue la última vez que masticó algo sin pensar en cuánto podía engordar. Sin sentir que hace "algo malo" cada vez que ingiere uno de esos manjares prohibidos. 

Se siente culpable por comer. Cada día de su vida. Y eso, piensa, es muy frustrante, muy triste, muy cansado y muy idiota.

Cuanto le gustaría decir "hasta aquí hemos llegado" y cambiar de una vez por todas su malsana relación con la comida. Parece mentira que a su edad siga con estas tonterías en la cabeza.

Realmente, no sé qué opinas tú, es triste y cansado, es frustrante e idiota sentirse culpable por comer. Sentirse culpable por engordar. Creer que vales menos por pesar unos kilos de más. Pensar que la gente te mira raro porque has vuelto a engordar, mientras te lanza piropos cuando adelgazas. Es absurdo y denigrante. 

Pero ¿cómo puede una escapar a la tiranía de la belleza? ¿A todas esas chicas de los anuncios y las películas? ¿A toda esa publicidad de potingues, cirujías, electro estimulaciones y demás charangas? Y lo que es peor ¿Cómo se puede hacer caso omiso a los comentarios insultantes que se prodigan en los medios y las redes con respecto a las mujeres que acumulan algo de grasa aquí o allá? ¿O que tienen la tripa fofa y con estrías, o las piernas y el culo con celulitis? ¿Cómo puede una blindarse ante todo eso cuando a la vez el supermercado está plagado de productos llenos de calorías de aspecto super apetecible junto a otros que te venden la ilusión de lo ligero, lo sano y natural? Ir al super supone una tortura en forma de culpabilidades en cada decisión de compra. 

Hacer la comida otro tanto. Comer en un restaurante ni te cuento.

Nos haríamos un enorme favor si dejáramos de criticar o ensalzar el aspecto físico de las personas y pasáramos a hacerlo sobre su inteligencia, su carisma, su bondad, su ternura, su compasión, su fuerza interior, su valentía, su capacidad de amar, su entusiasmo, su alegría, su creatividad, su pasión, su sabiduría... Su belleza más allá de lo que su cuerpo nos muestra. 

¿Por qué nos cuesta tanto piropear a quienes nos rodean con cosas de este estilo? ¿Por qué no nos esforzamos en empezar a hacerlo? Estoy convencida de que muchos de los complejos y las obsesiones que hoy día torturan a una enorme parte de la población occidental, la mayoría mujeres como la que aparece en este post, desaparecerían.

¿Te imaginas qué pasaría si las energías y el tiempo que empleamos en estar más delgadas lo utilizáramos en querer ser más listas, más sabias, mejores personas?

Entre otras muchas cosas estoy segura de que seríamos mucho más felices. ¿Lo probamos?



miércoles, 10 de junio de 2015

Poquita cosa

Que pequeña e insignificante se sentía a veces. Desde que era niña, le invadía a menudo la sensación de ser poca cosa o casi nada. No era guapa ni fea, ni lista ni tonta. Ni tampoco era, muy a su pesar, una persona abierta y dicharachera, o graciosa y divertida. No era eso que ahora llaman molona. Por todo ello, sentía miedo a hablar. A hacerlo en voz alta, como si al hacerlo alguien fuera a regañarla o, lo que es peor, reírse de ella, burlarse, o mirarla con desprecio. Y razón no le faltaba, pues todo ello ocurrió en un momento de su vida. No entendía por qué todas aquellas niñas la miraban mal o cuchicheaban a sus espaldas. Ella sólo quería ser su amiga y hubiera hecho cualquier cosa por conseguirlo, como invitarlas a todas a su fiesta de cumpleaños mientras que a ella no la invitaban a las de las demás o dejarles los apuntes cuando se fumaban la clase o simplemente no estaban atentas.

Sentía los ojos de todos clavados en ella y quería que la tragara la tierra. Quería decir tantas cosas a tanta gente. Quería decir cosas que hicieran reír o cosas que hicieran que todas sus "amigas" la quisieran como ella las quería. Quería gritar pero el sonido no salía de sus labios, ni de sus dedos. Sólo salía cuando escribía en privado sus cuentos, poemas y pequeñas historias.

Algo no encajaba. O era ella o era el mundo. O era todo a la vez. No sabía que había más mundos aparte de aquel en el que se movía. No lo supo hasta mucho más tarde, cuando tienes esa edad indeterminada en la que la gente no sabe cuántos años tienes, pero sabe que ya no eres joven. Hasta entonces dió tumbos en busca de un lugar donde ser, un lugar donde estar, un hueco donde permanecer tranquila, a salvo de las miradas incómodas, a resguardo de quienes no quisieron escuchar o comprender.

Supo que ese mundo suyo no estaba ahí, donde incansable lo había buscado. Sintiéndose siempre ese ser pequeñito y sin importancia. A lo mejor resultaba que sí era importante. Al menos lo era para cinco personas en el mundo y eso, parece que no, ya es todo un universo. 

Y se decidió a dar el paso para llegar a la senda correcta. Aunque para ello tuviera que desprenderse de un montón de equipaje, de lo superfluo, de lo que duele, de lo que no significa, de lo que no le permite ser.