La Navidad es ese periodo del año que va llegando antes conforme cumples lustros. Parece increíble cuando tienes siete años que 365 días se pasen tan deprisa cuando llegas a los cuarenta.
Te levantas una mañana de enero con el roscón de Reyes, almuerzas con la Semana Santa, comes una paella en la playa, meriendas con la vuelta al cole y cenas turrón de Jijona. Y así una y otra vez.
La vida es como una gran bola gigante en la que vamos dentro, rodando sin parar de pasar por el mismo sitio del calendario (de adviento).
Quitando el vértigo que da saberse preso del tiempo y del espacio, este viaje sin retorno tiene su puntito. Ya que no podemos, de momento, ser Marty McFly y retornar al pasado, al menos podemos revivir sensaciones, emociones, pensamientos, incluso experiencias ya vividas, con la paz mental que aporta el hecho de regresar a lo conocido.
Ya hemos pasado por aquí, ergo ya tenemos parte del camino hecho y somos capaces de mejorarlo. Y de empeorarlo, también somos muy capaces de eso los humanos.
Ya hemos pasado por aquí, ergo ya tenemos parte del camino hecho y somos capaces de mejorarlo. Y de empeorarlo, también somos muy capaces de eso los humanos.
¿Cuándo ha sido la primera vez que este año has visto, olido, escuchado o comido algo navideño?
Seré honesta si digo que esta vez no lo recuerdo con exactitud. Dicen que el estrés es mal amigo de la memoria y en eso andamos. Aunque si rebobino mi biblioteca mental un pelín, enseguida me aparecen en el cerebro imágenes... El día que voy a Carrefour y veo que ya están puestas, sin enceder, las luces en el parking. O en Mercadona empiezan a vender pandoros. El catálogo de Juguetes de El Corte Inglés aparece de repente en mi casa. Y un correo de alguien de la oficina me recuerda que el día tantos del mes tengo que pagar mi décimo de Navidad si quiero que me toque el Gordo.
Y qué chulo cuando sales del túnel de Plaza de Castilla una noche, mientras vas pensando en el super atasco que te espera a la salida y, de repente, encuentras la Castellana llena de luces bonitas.
La Carta a los Reyes de las niñas, que cada vez tiene que ser escrita antes para aprovechar los cupones descuento de las grandes superficies. El encargo de vender lotería Abay, la que siempre toca. La cenas y comidas con compañeros del curro, esta vez adelantadas a noviembre, para evitar los abusos de los restaurantes de diciembre. Poner el árbol navideño y el Belén en el puente de la Inmaculada. Hacer planes para ir a Murcia con la familia. "Qué ganas mamá de que lleguen las vacaciones", tan necesarias ya a estas alturas del partido.
Los pasillos de mi oficina se parecen bastante a alguna escenas de The Walking Dead en estos días previos a las fiestas. No exagero. Las ojeras, los ojos vidriosos, las caras avinagradas, las ganas de meterle un bocao en la yugular a más de uno... La gente ama trabajar. Pero se cansa. Esto es así.
Las redes sociales se llenan de mensajes de felicidad y amor por doquier. Lo mismo que los medios de antaño multiplicado por ene millones. ¿Hará esto que el amor, por ser tantas veces deseado, aunque sea con fines comerciales, llegue de verdad a algún sitio decente? El optimismo me invade.
Sin embargo yo no he venido aquí desprestigiar la dulce Navidad, lanzar dardos contra el consumismo desmesurado o sacar los colores a nadie que disfrute de estas "entrañables" fechas mientras en el mundo sigue habiendo tercer mundo, refugiados sirios y gente que hace cola en Cáritas.
Mi idea era más bien la contraria. Reivindicar lo que mola de estos momentos, que no digo yo que sean muchos los instantes que de verdad de verdad de la buena molen. Ni que no empachen. Más de uno llegamos al día siete de enero con pruritos alérgicos desarrollados sobre la corteza cerebral y tic nerviosos provocados al escuchar esos "benditos" villancicos.
Porque regalar y que te regalen, comer cosas ricas, vestirse bien, brindar, bailar, ver las luces, visitar los mercadillos, decir a la gente que sea feliz, tener ilusión por el Gordo, no madrugar, los reencuentros familiares, el roscón, el vino, las uvas....las caras de felicidad de tus hijos, sobre todo sus caras, todo eso es un gustazo.
Lo otro, las compras, las colas, los atascos, los precios, las disputas, la decepción de no ganar ni el reintegro, los mensajes edulcorados, la invasión publicitaria, la resaca...todo eso es un coñazo. Y las ausencias, sobre todo esas ausencias que nos hacen desear meternos en un agujero y no salir hasta la primavera.
Quiero quedarme con lo primero. Prometo intentar disfrutar de todo lo bueno y no dejar que lo otro me boicotee el ánimo.
Sobre todo por ellas. Tengo claro que las Navidades son para ellos, los niños. Para los que criamos y también, para los que llevamos dentro.
La Navidad es para mí un recuerdo de la tarde que pasaba con mi abuela y mi prima poniendo el Belén.
No os perdáis esta versión de Jingle Bell...¡Feliz Navidad!
Los pasillos de mi oficina se parecen bastante a alguna escenas de The Walking Dead en estos días previos a las fiestas. No exagero. Las ojeras, los ojos vidriosos, las caras avinagradas, las ganas de meterle un bocao en la yugular a más de uno... La gente ama trabajar. Pero se cansa. Esto es así.
Las redes sociales se llenan de mensajes de felicidad y amor por doquier. Lo mismo que los medios de antaño multiplicado por ene millones. ¿Hará esto que el amor, por ser tantas veces deseado, aunque sea con fines comerciales, llegue de verdad a algún sitio decente? El optimismo me invade.
Sin embargo yo no he venido aquí desprestigiar la dulce Navidad, lanzar dardos contra el consumismo desmesurado o sacar los colores a nadie que disfrute de estas "entrañables" fechas mientras en el mundo sigue habiendo tercer mundo, refugiados sirios y gente que hace cola en Cáritas.
Mi idea era más bien la contraria. Reivindicar lo que mola de estos momentos, que no digo yo que sean muchos los instantes que de verdad de verdad de la buena molen. Ni que no empachen. Más de uno llegamos al día siete de enero con pruritos alérgicos desarrollados sobre la corteza cerebral y tic nerviosos provocados al escuchar esos "benditos" villancicos.
Porque regalar y que te regalen, comer cosas ricas, vestirse bien, brindar, bailar, ver las luces, visitar los mercadillos, decir a la gente que sea feliz, tener ilusión por el Gordo, no madrugar, los reencuentros familiares, el roscón, el vino, las uvas....las caras de felicidad de tus hijos, sobre todo sus caras, todo eso es un gustazo.
Lo otro, las compras, las colas, los atascos, los precios, las disputas, la decepción de no ganar ni el reintegro, los mensajes edulcorados, la invasión publicitaria, la resaca...todo eso es un coñazo. Y las ausencias, sobre todo esas ausencias que nos hacen desear meternos en un agujero y no salir hasta la primavera.
Quiero quedarme con lo primero. Prometo intentar disfrutar de todo lo bueno y no dejar que lo otro me boicotee el ánimo.
Sobre todo por ellas. Tengo claro que las Navidades son para ellos, los niños. Para los que criamos y también, para los que llevamos dentro.
La Navidad es para mí un recuerdo de la tarde que pasaba con mi abuela y mi prima poniendo el Belén.
No os perdáis esta versión de Jingle Bell...¡Feliz Navidad!
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