Después me agobio porque estoy muy delgada y no tengo tetas, ni culo, ni caderas. Mis amigas empiezan a llevar vaqueros y sujetador, y ropa chula mientras yo aún tengo que ponerme, a la fuerza, esos odiosos vestidos de lazo. Lo que son las cosas, ¿verdad? Si hubiera sabido lo que estaba por venir...
Luego me agobio porque llego al instituto, tras 10 años en un colegio de monjas, donde empiezo a convivir con chicos que no son mis hermanos. Que son guapos o feos, bordes o pesados. Pero eso da igual. Lo que importa es gustarles, caerles bien, ser popular. Y me salen los granos, y tengo que estudiar un huevo, y que si este chaval me mira y el otro no. Y que si salgo con uno, me enamoro como una pava y me deja tirada. Y soy popular, desde el lado que no quiero. Soy la empollona.
Tengo que elegir carrera, mi futuro está en juego. Quiero ser periodista pero en Murcia no se puede estudiar esto. De repente mi padre me hace el mejor regalo de mi vida cuando decide pagarme los estudios en Madrid. Pero claro, hay que hacer la selectividad. Y más agobio. ¿Aprobaré? ¿Me dará la nota? ¿Me aceptarán en la Universidad de Madrid? Apruebo, me da la nota, me aceptan. Y Madrid me apetece mucho y a la vez me da miedo, mucho también. Un temor que dura unos meses, para pasar a convertirse en pasión.
Entonces me agobio por no querer irme una vez termine la carrera. Ponte a buscar trabajo, trabaja por dos duros y aguanta lo que te echen. Y entre tanto, más amoríos y desamores. Que si no llego a fin de mes y no quiero pedirle más dinero a papá. Estábamos en crisis. La del 93. Me río yo ahora de aquella crisis. Y un poco más tarde, tras varios amores fallidos, llega la ansiedad por encontrar el amor verdadero, que parece no querer pararse en mi puerta. Y luego el agobio de no querer perderlo. Para seguir con el de "tengo que comprar una casa" porque los precios nunca bajarán.
Se me ocurre entonces decir que sí a una propuesta de matrimonio, de esas románticas con anillo y todo. Una vez casada ante Dios y ante los hombres, me meto a reformar la casa hipotecada a 25 años. Debo conseguir, a la vez, mejorar en el trabajo o, al menos, no perder el que tengo, no salir de la rueda, no quedarme en el paro. Por más que el destino, el azar o todo a la vez se empeñen en lo contrario. Finalmente salgo airosa y el paro me roza mientras decide pasar de largo.
Me quedo embarazada. ¿Será buen momento? ¿Seré buena madre? ¿Cómo se es madre? Ay, qué agobio. Y a qué guardería la llevo y cuántas horas y cómo lo compagino con todo lo demás. Reduzco mi jornada laboral porque me "ofrecen" una bajada de puesto. Se ve que la maternidad te vuelve medio idiota para según qué jefes. Me putean un poco mientras clamo que no podrán conmigo cual mujer coraje. Al final sobrevivo, como la Gaynor, corriendo a todas partes, aunque para mi cuerpo se quedan las lágrimas tragadas en aquellos días, al sentirme más sola que la una en aquella oficina llena de gente demasiado joven y con cero empatía para entender la maternidad. ¿Concilia qué?
Tengo que buscar cole y me recorro medio Madrid en busca del mejor. Al final todo era más fácil de lo que pensaba. El del del barrio era la opción más adecuada, a falta de posibles para acceder a los top 10, que por supuesto visité uno a uno.
Entonces me agobio por no querer irme una vez termine la carrera. Ponte a buscar trabajo, trabaja por dos duros y aguanta lo que te echen. Y entre tanto, más amoríos y desamores. Que si no llego a fin de mes y no quiero pedirle más dinero a papá. Estábamos en crisis. La del 93. Me río yo ahora de aquella crisis. Y un poco más tarde, tras varios amores fallidos, llega la ansiedad por encontrar el amor verdadero, que parece no querer pararse en mi puerta. Y luego el agobio de no querer perderlo. Para seguir con el de "tengo que comprar una casa" porque los precios nunca bajarán.
Se me ocurre entonces decir que sí a una propuesta de matrimonio, de esas románticas con anillo y todo. Una vez casada ante Dios y ante los hombres, me meto a reformar la casa hipotecada a 25 años. Debo conseguir, a la vez, mejorar en el trabajo o, al menos, no perder el que tengo, no salir de la rueda, no quedarme en el paro. Por más que el destino, el azar o todo a la vez se empeñen en lo contrario. Finalmente salgo airosa y el paro me roza mientras decide pasar de largo.
Me quedo embarazada. ¿Será buen momento? ¿Seré buena madre? ¿Cómo se es madre? Ay, qué agobio. Y a qué guardería la llevo y cuántas horas y cómo lo compagino con todo lo demás. Reduzco mi jornada laboral porque me "ofrecen" una bajada de puesto. Se ve que la maternidad te vuelve medio idiota para según qué jefes. Me putean un poco mientras clamo que no podrán conmigo cual mujer coraje. Al final sobrevivo, como la Gaynor, corriendo a todas partes, aunque para mi cuerpo se quedan las lágrimas tragadas en aquellos días, al sentirme más sola que la una en aquella oficina llena de gente demasiado joven y con cero empatía para entender la maternidad. ¿Concilia qué?
Tengo que buscar cole y me recorro medio Madrid en busca del mejor. Al final todo era más fácil de lo que pensaba. El del del barrio era la opción más adecuada, a falta de posibles para acceder a los top 10, que por supuesto visité uno a uno.
Quiero tener otro hijo...quiero adoptar...decido adoptar y complicar un poco más las cosas de lo que ya estaban de por sí.
Ahora el agobio es la espera y la incertidumbre...que finalmente llegan a su fin.
Después aparecen en escena los malabarismos de tener dos hijas, un marido, un trabajo nuevo, una casa hipotecada y un perro. Los viajes de trabajo, la crisis que nos da de lleno. El no llegar, el no saber cada mes de dónde saldrá la pasta para pagar al banco, al cole, a las compañías de suministros, a las petroleras. Vendemos un coche por dos duros para pagar un mes de hipoteca. Así de chungo fue todo. Y, cual aves fénix, resurgimos de nuevo.
A trancas y barrancas lidiamos con la mala vida del autónomo, la de mi partneire, que se reinventa y se multiplica a sí mismo para conseguir ingresos regulares cada mes. Rezando porque no nos llegue un día un ERE, en este caso a mi persona, y nos dé una paliza que nos deje tiesos. Por los pelos y sin saberlo escapo de uno, al cambiar a mi puesto actual. A veces creo en cosas. No sé si en dioses.
Me despierto una mañana de octubre y tengo 40 aunque el número se me atraganta con el café. Sigo creyendo que tengo 30, 31 a lo sumo. Mi cara y mi cuerpo no están de acuerdo con esto. Y así sigo, peleando con ellos desde entonces, a ver quien gana la partida. Me debato entre comprarme todas las cremas de la farmacia o dejarme las canas y tirar el peso por la ventana.
¿Para cúando esa fase que dicen de paz interior en la que no necesitas la aprobación de nadie, sabes decir que no bien alto y te la trae al pairo cualquier intento de parecer más joven, delgada o simpática? Que no digo yo que quiera convertirme en una loca que va por la vida hecha unos zorros y gruñendo a la gente. Eso no. Sólo pido algo intermedio. Algo que me quite al menos un 30% del agobio que arrastro en la mochila. ¿Un 20% dices? Venga, te lo compro.
Después aparecen en escena los malabarismos de tener dos hijas, un marido, un trabajo nuevo, una casa hipotecada y un perro. Los viajes de trabajo, la crisis que nos da de lleno. El no llegar, el no saber cada mes de dónde saldrá la pasta para pagar al banco, al cole, a las compañías de suministros, a las petroleras. Vendemos un coche por dos duros para pagar un mes de hipoteca. Así de chungo fue todo. Y, cual aves fénix, resurgimos de nuevo.
A trancas y barrancas lidiamos con la mala vida del autónomo, la de mi partneire, que se reinventa y se multiplica a sí mismo para conseguir ingresos regulares cada mes. Rezando porque no nos llegue un día un ERE, en este caso a mi persona, y nos dé una paliza que nos deje tiesos. Por los pelos y sin saberlo escapo de uno, al cambiar a mi puesto actual. A veces creo en cosas. No sé si en dioses.
Me despierto una mañana de octubre y tengo 40 aunque el número se me atraganta con el café. Sigo creyendo que tengo 30, 31 a lo sumo. Mi cara y mi cuerpo no están de acuerdo con esto. Y así sigo, peleando con ellos desde entonces, a ver quien gana la partida. Me debato entre comprarme todas las cremas de la farmacia o dejarme las canas y tirar el peso por la ventana.
¿Para cúando esa fase que dicen de paz interior en la que no necesitas la aprobación de nadie, sabes decir que no bien alto y te la trae al pairo cualquier intento de parecer más joven, delgada o simpática? Que no digo yo que quiera convertirme en una loca que va por la vida hecha unos zorros y gruñendo a la gente. Eso no. Sólo pido algo intermedio. Algo que me quite al menos un 30% del agobio que arrastro en la mochila. ¿Un 20% dices? Venga, te lo compro.
¿De dónde sacas esas palabras para decir exactamente como vivimos los agobios que terminan que para dar paso a otros? Creo que hay escritores que escriben bastante peor. ¿Dónde quedó aquella historia por fascículos que me tenía en ascuas?? A veces me da la sensación de que cuentas mi historia, los agobios de adolescencia, la endo, la adopción, vender un coche, un ere,....
ResponderEliminarYo si que no se escribir, lo suelto como viene y mezclo ideas, a ver si se me entiende.
Así mismo me siento yo a veces. Y cuando me miro al espejo, o más bien alguien me dice la edad que tengo, me pregunto dónde han ido a parar todos esos sueños de grandeza, de querer cambiar el mundo, de diversión y risas, y de despreocupaciones...
ResponderEliminarIgual igual.......yo ya me lo tiro todo a la espalda
ResponderEliminarEres genial¡¡¡ Y guapísima¡ Con agobios y sin ellos.
ResponderEliminarMil besos.
Lola